Comentario
La situación sancionada por la paz de Cateau-Cambrésis (1559), que puso fin al conflicto entre Francia y España, otorgando el control de la península italiana a la Corona española, se mantuvo a lo largo del siglo XVII. España ostentaba la soberanía de Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Milán, más los Presidios de Toscana. Desde esta dilatada plataforma territorial, dejó sentir su aplastante preponderancia en los restantes estados, nominalmente independientes. Sólo la república de Venecia y el ducado de Saboya rompían el marco de esa pasiva sumisión a España, mostrando que su hegemonía comenzaba a vacilar.Ante el convulso panorama europeo, Italia gozó de una larga etapa de paz, sin guerras internas -excluyendo el paso de tropas y alguna guerra, como la de Venecia contra los piratas uscoques (1610), o la de Monferrato, de Saboya contra España (1612-17)-, viviendo un período de gran tranquilidad social, rota sólo por alguna revuelta aislada. De esta situación, unos se aprovecharon más que otros, como la decadente república de Génova, fiel aliada marítima de España, cuyos banqueros asumieron el control de las fnanzas de la Monarquía Hispánica.Pero, el poder político-militar de España y el control religioso, junto al tutelaje espiritual, de la Iglesia Católica -la más fuerte e inmediata instancia de poder en la Italia del Seicento- impusieron un clima de hondo sopor a esta situación de marginación política, que en torno a la mitad del siglo se agudizó al pasar a Francia la supremacía europea y tener que soportar Italia las consecuencias de la decadencia española, que en los territorios sometidos (aunque no sólo en ellos) se tradujo en el aumento de la marginación económica, la fiscalización exasperada y vejatoria, el espionaje político y la desinhibida defensa por nobles y alto clero autóctonos de sus privilegios de clase.Participando de la crisis demográfica y económica del siglo XVIII, en Italia el mecanismo económico se entumeció definitivamente. La baja producción agrícola no era capaz de alimentar a su crecida población y estallaron las primeras crisis de carestía; se declararon espantosas epidemias (1630; 1657), decreciendo bruscamente la población (sobre todo, la urbana); se abandonaron muchas tierras de laboreo, supliendo poco a poco la agricultura extensiva al cultivo intensivo, mientras el pastoreo le ganaba terreno a la agricultura.Aún más honda fue la crisis comercial, al haber quedado Italia alejada de las rutas comerciales atlánticas que absorbían casi todo el tráfico de mercancías. De rechazo, para agravar más la situación, se hundió su sistema manufacturero, basado en la producción de artículos de lujo por procedimientos obsoletos todavía controlados por las antiguas corporaciones. Prácticamente, no se exportaban manufacturas, sino materias primas.Pero, la consecuencia más grave fue la profunda neofeudalización sufrida por la estructura de su sociedad que se inmovilizó, endureció las relaciones entre las clases y marcó cada vez más los respectivos papeles sociales. La nobleza, en especial, se vio reforzada por los comerciantes, que reaccionaron ante la crisis abandonando sus negocios y adquiriendo tierras, con lo que disminuyeron sus ganancias a costa de aumentar su seguridad. Los más ricos de entre ellos terminaron por emular a la nobleza terrateniente, asumiendo sus hábitos de vida y su mentalidad, y comprando algún feudo o título de nobleza. En vez de invertir, antiguos y nuevos nobles se dedicaron a reforzar sus muchos privilegios y a reintroducir el sistema jurídico feudal como garantía de sus rentas basadas en una economía retractora. Lo curioso es que sólo en Nápoles estallara, como reacción a la dura refeudalización del Sur, el levantamiento social de Masaniello (1647), sofocado de manera drástica.